Según lo que dice la Biblia, creer supone un "reconocimiento" del Señor (diríamos conocimiento existencial), como el de Pablo en el camino de Damasco (Hech 9,1ss), que nos hace aceptarlo como persona y aceptar todo aquello que Él nos dice. Se trata de reconocer la manifestación amorosa de Dios que, mediante múltiples signos, sale a nuestro encuentro mostrándonos el verdadero sentido de nuestra vida.
Esto exige de nosotros una acogida confiada al estilo de Abraham (Gen 12) y de María de Nazaret (Lc 1,38), que nos dispone decididamente a hacer aquello que Dios nos hace entender. ¿Un salto al vacío? En la oscuridad sí, en el vacío no.
Supone "fiarse" de Él y de su manera de entender la vida. Como dirá san Pablo: "Sé en quien he puesto mi confianza" (2Tim 1,12). Es la aceptación del corazón que nos hace entregarnos en sus manos confiándole nuestra vida y aceptando que su sabiduría nos da todas las garantías que podemos aspirar a encontrar. Es la fe del Centurión: "di sólo una palabra y mi criado quedará sano" (Mt 8,8).
Supone "adherirse" a Él con las consecuencias que ello conlleva en la vida: convertirse a Él, reorganizar toda nuestra vida desde las exigencias que vamos descubriendo en nuestros encuentros con Él: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Ju 6,68); "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Su plan es el mío, sus intereses son los míos, asumo su proyecto sobre la humanidad y, desde ahí, oriento mi vida.
Tener fe es más que seguir un credo. Todos sabemos que pronunciar una fórmula de fe o saberse la doctrina, decir 'Señor, Señor' o inclinarse ante el altar haciendo reverencias..., se puede hacer sin cambiar de vida. Pero aceptar a Jesús y hacerlo realidad en la vida de cada día es comprometerse con una persona y no sólo con unas ideas.
Y esta fe hay que alimentarla dedicándole tiempo y atención. A todos los bautizados nos hace falta una formación cristiana más sólida. La fe no existe en nosotros porque sí, como un objeto de valor que se compra un buen día o que se tiene sin saber por qué. Es un don de Dios, pero es también una realidad humana verdadera que hay que cultivar.
Porque la fe no se tiene de una vez para siempre de una manera definitiva, ni tampoco se pierde porque sí, por casualidad. Hay una interacción constante y recíproca entre la fe y la vida, de modo que la fe se debilita si esta interacción no existe o decrece. Si la fe no encuentra donde arraigar o aplicarse puede ir disminuyendo y, con el tiempo, puede desaparecer o volverse prácticamente inexistente. Pero tampoco esto es casual, sino que ha habido en este caso todo un proceso de abandono que nos ha llevado hasta aquí.
Recibid el saludo de vuestro hermano obispo,
+Joan Pirirs Frígola, Obispo de Lleida