Comentaban el otro día unas personas que se les hacía muy cuesta arriba ir a ciertas Misas porque -decían- tienes que escuchar cosas que no hay quien las aguante... y, a veces, sería mejor que no predicaran.
No es la primera vez que oigo cosas así y puede que tengan razón y todos tendremos que revisar nuestra participación en la Eucaristía para no condicionarla negativamente -también los que la presidimos-. Sin embargo, cuando celebramos la Eucaristía, sería bueno para todos (y necesario) considerar que no sólo vamos a participar en una reunión fraterna recordando el amor de Jesús, aprendiendo las lecciones que encontramos en los textos bíblicos que se proclaman y que el que predica quiere explicarnos animándonos a hacerlos vida.
La Eucaristía es más, es "memorial", actualización sacramental del acontecimiento mismo de la Pascua (muerte y resurrección de Cristo). Lo verdaderamente importante es la presencia personal del Resucitado y la posibilidad de participar (eficazmente) de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada, uniéndonos también nosotros a este sacrificio y a su dinamismo ("Haced esto en memoria mía"), y ofreciendo con Él nuestras vidas a Dios.
"La comunidad cristiana no añade nada sino que se toma tan en serio la ofrenda sacrificial de Cristo al Padre que la hace suya y se incorpora también junto con Él para la salvación del mundo. Nuestra vida entera, con sus alegrías y fatigas, se va convirtiendo así en materia de la Eucaristía" (J. Aldazábal).
De la Eucaristía nace el nuevo pueblo de Dios que vive en comunidades bien identificadas, que atraviesan la historia reunidas alrededor del Cuerpo de Cristo y toda la vida de los seguidores de Jesús queda implicada, la personal y la comunitaria.
Además, deberíamos volvernos un poco más contemplativos y sentir también la necesidad de la adoración frecuente de Jesús en la Eucaristía, con fe respetuosa y llena de amor, con dignidad y profundidad. Esta experiencia nos da la oportunidad de percibir "su mirada" (San Juan Mª Vianney) dirigida a cada uno de nosotros y su llamada personal, como la que dirigió a Simón y Andrés, a Santiago y Juan, a Natanael cuando estaba bajo la higuera, o a Mateo en la mesa de los impuestos... Él no se cansa de llamarnos.
Dios nos ayude a hacer que este gran tesoro del que disfrutamos cada domingo (el Día que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos) no quede "condicionado" por nada ni por nadie.
Os recuerdo que en la Iglesia de San Pedro, en el mismo centro de la ciudad de Lleida, de lunes a viernes, hay la Adoración Diurna y sería una buena cosa retirarnos a orar allí cada día un rato en silencio.
Recibid el saludo de vuestro hermano obispo,
+Joan Pirirs Frígola, Obispo de Lleida