Me explicaron un cuento sobre un padre que hacía lo imposible para dulcificar el carácter amargo de su hijo, hasta que se le ocurrió darle martillo y clavos recomendándole que, cada vez que tuviera una de esas reacciones violentas con alguien, clavara un clavo en la cerca de madera del jardín de su casa.
Y así lo hizo el hijo día tras día, durante semanas, hasta que le pareció que ya no era necesario clavar más clavos. Pensaba que ya había aprendido a controlar sus reacciones agresivas, a dominar y eliminar las expresiones de mal gusto... Y corrió muy contento hacia su padre explicándole feliz que ya podía relacionarse con normalidad.
El padre, reflexionando un rato y después de felicitar efusivamente a su hijo, le dijo: "Hijo mío, muy bien, estoy muy contento. Ahora vuelve a la valla de madera, arranca todos los clavos que has ido clavando y vuelve aquí con ellos".
El hijo quedó muy extrañado, pero por no contradecir a su padre, le obedeció y extrajo todos los clavos de la cerca de madera. Al volver, el padre le preguntó: "¿Qué has visto en la cerca al sacar los clavos?". Él contestó: "Sólo los agujeros que habían dejado". Y el padre añadió: "Así es hijo mío: por cada palabra hiriente vas clavando un clavo a tu alrededor y, por mucho que quieras reparar el daño extrayendo el clavo, siempre quedará el agujero como una especie de herida abierta".
Este cuento nos puede hacer pensar en la fuerza de las palabras que pronunciamos y sus efectos sobre los demás: qué decimos y cómo lo decimos, porque una palabra dicha a tiempo es una bendición (como puede serlo también saber callar en el momento adecuado), pero pronunciada fuera de lugar y/o de manera inadecuada puede dejar una marca difícil de borrar.
Meditemos a la luz de algunos textos bíblicos: "No se puede aprobar la indignación injusta, porque lleva a la ruina. El hombre paciente sabe controlarse hasta el momento oportuno, y al cabo le viene la alegría; se guarda las palabras hasta la hora justa, y todo el mundo celebra su cordura "(Eclesiástico 1, 22-24);" ¿Quién me va a poner una guardia en la boca y un sello de prudencia en los labios, para que el hablar no me haga caer y la lengua no me pierda? "(Sir 22,27);" Aprended a medir las propias palabras, porque quien aprenda a medirlas no será encontrado culpable. El pecador queda pillado en las propias palabras, y el calumniador y el orgulloso también tropezarán. No te acostumbres a jurar","Hay una manera de hablar que merece la muerte... No te acostumbres a decir groserías indecentes; no lo olvides ni digas estupideces, aunque tengas la costumbre, el hombre acostumbrado a las palabras que ofenden jamás acabará de aprender la buena educación "(Sir 23, 7-9.12-15).
Recibid el saludo de vuestro hermano obispo,
+Joan Piris Frígola, Obispo de Lleida