El cegato luminoso
Fue un hombre de mala suerte. Claro que en términos humanos, porque para los creyentes todo es buena suerte, aunque no percibamos los porqués de los planes de Dios.
Nació en Arbucias, Gerona, el 26 de junio de 1874, de padres desconocidos. Cargó con el estigma de su nacimiento.
Estudió en el seminario diocesano de Gerona. Pero le tiraba el convento, y como conocía a los Mercedarios de San Ramón, pidió el ingreso en la Merced.
Y, adelantado en la carrera eclesiástica, fue referido a El Olivar, donde recibió el hábito el 19 de agosto de 1909, a las 8’15 de la tarde, de manos del padre Pascual Tomás y ante el padre Mariano Pina, contando treinta y cinco años, y previa la dispensa de nacimiento irregular. Emitió los votos el 8 de diciembre de 1910, ante los padres Pascual Tomás, Mariano Pina y Pedro Bolet. En el mismo cenobio continuó los estudios, hasta que el 25 de octubre de 1911 pasó a Lérida. El padre Jaime Monzón, que convivió con él en El Olivar, lo halló simple y humilde, dispuesto a los oficios más humildes y a dar clase con gran competencia cuando se le solicitaba. El padre Juan Parra ponderó su especialísima devoción a la Virgen María echándose de ver a las pocas palabras de conversación con él. De Ella hablaba con frecuencia, le componía y dedicaba versos, se le veía con frecuencia con su rosario entre las manos, y entre los libros de lectura solía escoger siempre los que trataban de la excelsa Madre y Señora nuestra.
Cursó tres años de latín, uno de retórica, tres de filosofía, tres de teología, con calificaciones de méritus y beneméritus. Pero, mala suerte, aunque llevaba brillantemente los estudios, y los tenía casi concluidos, lo encontraron deficiente de los ojos, y le cortaron el paso al anhelo de su vida, ser sacerdote. Del cuarto de teología (1900-1901) no fue examinado. La prueba fue sobrehumana, acató con humildad y entereza, pero con enorme amargura, la decisión de los superiores. Y se abandonó por completo, para toda la vida, en las manos de Dios con una paciencia perseverante e invicta, unida al silencio y la plena abnegación. Una pena, porque fray Mitjá era eminente. Lo sabía todo y en grado sumo, poseía un caudal nada común en los diferentes ramos del saber: dominaba el latín, el griego, el francés, amén del castellano y el catalán. Enseñó excelentemente gramática, retórica, aritmética, métrica y composición latinas. Tenía amplios conocimientos humanísticos y teológicos. Escribía poesías no mediocres…
No pudo ordenarse por visión deficiente, pero, de hermano lego, rindió como el mejor sacerdote en la docencia, pasando su vida entre Lérida y San Ramón, siempre al servicio de los colegios. En San Ramón para niños, en Lérida a todos los niveles, y hasta para los propios estudiantes mercedarios. Sus alumnos manifestarán que era un gran educador, por su corrección, sus sabios consejos y su caridad exquisita.
Dejándose mover sin resistencia, anduvo toda su vida religiosa entre ambos centros docentes. Lo hallamos, de hermano, en Lérida en 1915, 1917, 1919, 1920, cuando consta de un viaje a Barcelona. El 26 de septiembre de 1924 se localiza en San Ramón. El 27 de octubre de 1926 regresaba de San Ramón a Lérida. El 27 de junio de 1927 radicaba en San Ramón, lo mismo que el 24 de abril de 1929, mas en agosto de 1929 viajaba de Lérida a San Ramón. Desde Lérida se desplazó a Barcelona en agosto de 1930. El 9 de mayo de 1934 moraba en San Ramón.
Llegó el apocalíptico julio de 1936. El día, a las diez de la noche, a una con los demás conventuales, padres Antonio Gómez, Pedro Bolet, Amancio Marín, los hermanos Juan Sangrá y José Gascón tuvieron que abandonar su cenobio. Parecíamos -cuenta el padre Gómez- hombres que iban al destierro, ya que nuestro silencio y taciturnidad eran tales que parecía que habíamos perdido el uso de la palabra. Los seis religiosos acudieron a las familias que, ante el cariz político, anteriormente se les habían ofrecido.
Pero fray Mitjá afrontó la terrible situación con mucha entereza, estaba avezado a todo. Pero además, lo contaron sus hermanos de hábito, ansiaba ardientemente ser mártir. Se acogió de inmediato a casa del veterinario Emilio Más. Permaneció en este hogar unos diez o quince días, guardando un sistema de vida ejemplarísima, muy similar a la conventual; humilde, rezador, mariano entusiasta, muy reconocido a los favores. Cuidaba del niño pequeño, ayudaba en las faenas domésticas... Cuando no había qué hacer se empleaba en la meditación, la lectura espiritual, el rezo del rosario él solo y con la familia. No tenía miedo, ni se percataba del peligro; a mí –decía- no me harán daño. Iré pidiendo limosna como un mendigo y cuando acabe la guerra volveré aquí con luengas barbas y no me conocerán. El comité rojo supo del Fraile escondido, y conminó al señor más que lo echara de su casa, o se atuviera a las consecuencias. Enterado fray Mitjá, quiso irse de inmediato, y con gran dolor el buen samaritano sacó al religioso de su domicilio, encaminándolo hacia la vivienda de otro afecto de la comunidad en un pueblo próximo.
Anduvo vagando por los montes de Torá, mendigando por las masías.
Recaló en casa Gras, de Sellés, pidiendo limosna. Luego de identificarse, solicitó hospedaje para aquella noche, rezó el rosario con la familia, se entretuvo con los niños y se retiró. Se quedó por algunos días; porque era servicial y laborioso, se empleaba en enseñar las primeras letras a los pequeños de la familia y a otros dos vecinitos, colaborar en el hogar, rezar el rosario con sus protectores… admirando a todos por su bondad y humildad, su manera de rezar y de realizar las labores de la casa, manifestando gran entereza y mucho espíritu ante lo que se barruntaba. Pero el temor a perjudicarles, pues los rojos hacían registros sistemáticos, le motivó a internarse por el bosque. Retornó preguntando si había pasado el peligro, y se quedó segunda vez, volviendo a salir ante nueva amenaza.
Luego paró algunos días en casa Roure, aledaño de Su, y, siempre servicial y agradecido, realizó cuantas faenas se ofrecían y pintó el inmueble.
Luego moró, como unos dos meses, en casa Fornells, de Matamargó, y así mismo agradeció la acogida ayudando en los quehaceres domésticos y enseñando el catecismo a los niños; y, como en todos sus refugios, daba buen ejemplo y se comportaba como un santo. Porque había peligro de registros, se ausentó, volviendo de nuevo, hasta nuevo aviso de peligro. De aquí salió cuatro o seis días antes de su martirio.
Una patrulla del comité de Pinós, dirigida por su alcalde, lo encontró en las inmediaciones de casa Torrededía, cacheándolo le encontraron una navaja de afeitar y unas monedas de plata. Apercibidos de que era fraile o cura, alguno de la patrulla pretendió maltratarlo, pero el alcalde lo impidió, dejándole ir. Cenó en casa Torrededía, y el dueño lo acomodó en una choza de carboneros, distante como quinientos metros. A la mañana siguiente el señor de Torrededía oyó disparos. Lo presintió. Al cabo de una semana, en la primera quincena de enero de 1937, Francisco Oliva Comas, emboscado por estar igualmente perseguido, oyó grandes ladridos de perros, vio un bulto, pero no le prestó atención por el momento, mas retornando pudo ver un cadáver despedazado y medio comido. Volvió al día siguiente con otros emboscados y pudieron comprobar que era el fraile al que varias veces habían socorrido; dedujeron que había sido golpeado y arrojado desde una altura de como de treinta metros y que, medio muerto, se había arrastrado como veinte metros hasta expirar. Los perros le habían comido el cuello y parte de una pierna. Por otra parte José Rovira vio su cadáver en medio del torrente, bastante descompuesto; regresando al día siguiente con otros emboscados vieron junto al cadáver un paquete de ropa con algunas monedas dentro, con las que el padre Jaime Tristán, escondido en una cueva, aplicó misas por su alma. Gerardo Lladós, benedictino del Miracle, supo que a fray Mitjá lo había atrapado y abaleado el sanguinario Juan Pons, llamado el Sastre de los calzones.
Sus despojos aún quedaron en el barranco como dos meses. Cuando por autorización el juez de Pinós, José Oliva y Pedro Pons levantaron su cadáver, únicamente quedaba la cabeza, que fue enterrada en Matamargó. Allí sigue lo que pueda quedar de sus restos, porque nadie se ha cuidado de comprobarlo.
Tremenda vida, terrible final. Para los hombres una vida sin pena ni gloria. Pero cómo lo acogería su tan querida Madre de la Merced. Se parecía tanto a Ella este niño grande candoroso, sencillo, laborioso, que tenía tal mano con los pequeños…