Queridos diocesanos:
En ocasiones los católicos mostramos cierta extrañeza al escuchar o leer algunos calificativos o ciertas opiniones sobre nuestra manera de pensar, de creer o de vivir. Seguramente no deberíamos hacer demasiado caso porque las ideas son libres y la expresión de las mismas son responsabilidad exclusiva de quien las emite. Pueden tener base y fundamento real o pueden ser invenciones o prejuicios que dan a conocer estereotipos generalmente negativos de una persona o de un colectivo. Así se suele dar cuando calificamos globalmente a los miembros de una comunidad, a los habitantes de una población o a los nacionales a un país determinado. La nobleza, la tacañería, la humildad, el orgullo, la claridad o la coherencia, la agresividad… son conceptos que se aplican con demasiada facilidad al conjunto y resultan, si no se explicitan matices, de una injusticia manifiesta. Parece claro que los límites están en la difamación en la calumnia cuando se trata de personas concretas; mucho más difícil de determinarcuando se generaliza a todo un colectivo.
A los católicos, o a los creyentes en general, se nos achaca la falta de progreso o maduración personal y que nos limitamos a actuar como los niños con miedo reverencial ante lo desconocido. Oímos también que somos intolerantes o que nos gusta actuar como censores contra las opiniones ajenas. Por no hablar de las incoherencias entre la enseñanza recibida y la actuación diaria.Igualmente que no aceptamos con elegancia los reproches y las acusaciones. Sin justificar las limitaciones o defectos aludidos y sin esconder nuestra propia responsabilidad personal y comunitaria, me gustaría pedir ecuanimidad en los juicios que se emiten sin pruebas o constataciones que respalden esa opinión. Y aquí viene mi admiración por un texto corto del testamento espiritual del papa Benedicto XVI, fallecido hace poco en Roma.
Escribe esto el Papa: “Hace ya sesenta años que acompaño el camino de la Teología, en particular de las ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones he visto derrumbarse tesis que parecían inamovibles, demostrando ser meras hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.) la generación existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista. He visto y veo cómo de la maraña de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo”. Que un reconocido intelectual como él, con tantas publicaciones que son fruto de su sabiduría e inteligencia, que ha dialogado sinceramente con estudiosos de prestigio universal… afirme al final de su vida esta verdad es motivo para que me sienta reconfortado y agradecido. Igualmente me parece que así se sentirán todos los católicos actuales.
La historia de la Iglesia es larga caminando por situaciones distintas y, a veces, contradictorias. Sus miembros, pastores y fieles, no han respondido con suficiente exigencia a lo que Cristo nos había anunciado y “obligado” a cumplir, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Él nos ha amado. Y ahí están nuestras limitaciones, nuestras incoherencias y pecados. Pero con capacidad para pedir perdón y para reiniciar una nueva vida colaborando con todos en la búsqueda de la dignidad de todo ser humano, de la justicia y de la paz. Siempre desde una visión de creyentes en la enseñanza de Jesús y con la convicción manifiesta de que esa fe nos ha aportado, ahora a nosotros y a las generaciones precedentes, sentido de vida y felicidad sin límites. No es una cosmovisión ingenua o infantil; es adulta, llena de responsabilidades y comprometida con el bien de la humanidad. Agradecemos el respeto de tanta gente hacia esta fe que profesamos. También gracias, papa Benedicto, por sus palabras.
Con mi bendición y afecto
+Salvador Giménez, obispo de Lleida.
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